Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos llanos en los que se levantaban unas cuantas casitas formando parte de la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña Margarita Jáuregui.
El
tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas
231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y
Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy
buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
Por
decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas
virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado
caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se
conocieron en una de esas fiestas.
Conocer
a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo
portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el
puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente,
sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doña
Margarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo
que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
Pero
don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y
supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también
abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de
la Nueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa
gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas
en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
Por
todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina
que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don
Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus
amoríos a espaldas del ensotanado tío.
Dos
veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono
violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o al puente de la
acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y
altanería de parte del de Portugal.
Y
tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina
y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo,
nadie podía oponerse a sus deseos.
Siguiendo
al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso
portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de
1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su
tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de
los Ángeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del
cura.
El
día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de
la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse al puente sobre
la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y
corrió hacia el puente.
No
se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de
pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo
de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura, El cura
cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó
a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
Como
era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su
sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz,
en donde permaneció cerca de un año.
Pasado
ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva España y decidió ir a
ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto
el cura su tío.
Esperó
la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó
al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo.
Al día siguiente caminantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente
desfigurado el rostro con una mueca de espanto, como espanto sufrieron los
descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible
esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y
agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se
identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de
Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja
de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el
escudo de la casa de Zarraza.
No
había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció
todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió
para vengarse.
Esto
dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente
sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por
muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a.,
de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo.
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