La
leyenda sitúa el origen de esta gema en la India, donde se cree que estaba
engarzado en una estatua de la diosa Sita, dentro de un templo de dicha deidad.
Pero el diamante fue robado, y no se supo de él hasta los años 1660-1661, fecha
en que el mercader francés Jean Baptiste Tavernier lo adquirió y se lo vendió
al rey Luis XIV de Francia, en el año 1669, a cambio de 220.000 libras .
Se
cree que el diamante tenía una maldición, a consecuencia de la cual, tras
venderlo, Tavernier terminó quebrando económicamente y huyendo a Rusia, donde
murió de frío y su cadáver fue encontrado mordisqueado por las ratas…
En
cuanto al rey Luis XIV, éste guardó el diamante en un cofre, y en 1691 la gema
apareció cuando se hizo un inventario del tesoro real. Fue allí que Madame de
Montespan, amante del rey, se encaprichó con el diamante e insistió hasta que
el rey se lo dio: grave error, ya que en poco tiempo cayó en la miseria y en
1707 murió en el olvido. Además, en los últimos años del siglo XVII Francia
sufrió plagas y epidemias, lo cual fue adjudicado al diamante, aunque
evidentemente es una exageración desproporcionada. Volviendo a Luis XIV, éste
le mostró el diamante al embajador del Sha de Persia, en una visita efectuada
el 7 de diciembre de 1715. Quizá por eso, él mismo murió sin que nadie lo
esperase, y su sucesor (Luis XV) ordenó meter el diamante en un cofre,
olvidándose de la joya; muy acertadamente, pues a él no le sobrevinieron
desgracias.
Posteriormente,
durante el reinado de Luis XVI, la esposa del rey, María Antonieta, se apropió
de la joya en 1774, pero se la terminó prestando a la princesa de Lamballe. No
se sabe si fue el diamante, pero los supersticiosos culpan a la hermosa gema
por el hecho de que, en el contexto de la Revolución Francesa, María Antonieta,
el rey y la princesa de Lamballe, fueron todos decapitados.
Ya
en 1792, unos ladrones se apoderaron del diamante, pero el esplendor de la gema
los impulsó a matarse por ella, y solo uno sobrevivió para quedársela hasta
1820, año en el cual se la mostró al tallador holandés Wilhelm Fals para que
éste sacara dos joyas del diamante. La primera de esas joyas fue adquirida por
Carlos Federico Guillermo, duque de Brunswick, quien tras adquirirla se quedó
en la calle sin que hubieran pasado más de dos meses… La segunda fue tomada por
el hijo del tallador Wilhelm Falls, quien la cogió “prestada” para vendérsela a
un francés llamado Beaulieu, pero tras eso su padre murió de dolor, y entonces
él se suicidó…
Asustado
tras enterarse de todas las desgracias vinculadas a la gema, Beaulieu vendió la
piedra a David Eliason, un curtidor judío, quien tras comprarla se enteró de la
leyenda y se la vendió al rey Jorge IV de Inglaterra; el cual, ignorando las
desgracias que ensombrecían el resplandor del diamante, lo incrustó en la
corona que estaba haciéndose… He aquí donde se ve el poder de esta piedra
maldita, porque el rey perdió la cordura en 1822, y murió ocho años después.
Muerto
Jorge IV, aparece en escena el adinerado Sir Henry Hope, quien coleccionaba
joyas pero no quería arriesgarse con el diamante, así que contrató a un grupo
de rosacruces para que hiciesen una ceremonia mágica y exorcizaran a la joya.
Ni siquiera los insignes rosacruces pudieron con la joya, que fue bautizada con
su nombre actual tras la ceremonia de exorcismo que supuestamente había tenido
éxito.
Creyendo
que la gema era inocua, Sir Henry se la quedó y en 1901 la vendió a un
norteamericano llamado Colot. Al parecer, la ceremonia rosacruz había servido
pero solo para Sir Henry, porque Colot perdió su salud y su fortuna tras
adquirir la joya, y desesperado se la vendió al príncipe Kanitowski, un noble
ruso aficionado a las juergas, y dotado de una inmensa fortuna.
Kanitowski,
mujeriego de vocación, fue a París y allí le regaló el diamante a una vedette
(un tipo de bailarina), aunque después tuvo una pelea con ella y la mató a
tiros… Tras recuperar el diamante, Kanitowski se lo vendió al griego Simón
Montarides.
Poco
después de adquirir la gema, Simón iba en un carruaje con su mujer y su hijo,
pero el carruaje se cayó y todos murieron… Al parecer el diamante no estaba con
Simón, porque luego Abdul Hamid II, rey de Turquía, lo adquirió, terminando por
perder el trono en una revolución, y acabando sus días tras los barrotes de una
prisión. Quien se apoderó del diamante después, desapareció en pleno océano,
pero la gema no estaba con él y fue a parar bajo la custodia de un banco
francés, el cual “misteriosamente” terminó por quebrar, antes de lo cual le
vendió el diamante al director del Washington Post.
Tampoco
el director del Washington Post fue perdonado por la joya, pues su esposa
enfermó gravemente y su hijo fue atropellado por un carruaje… Temiendo cosas
peores, vendió el aciago diamante a la familia Mac Lean.
Al
igual que todos, los Mac Lean fueron castigados por el diamante: en 1918 uno de
los hijos, de ocho años, murió atropellado, luego una hija murió por sobredosis
de somníferos, y finalmente el padre de la familia se deprimió y terminó sus
días en un manicomio… Miseria, el diamante dejaba miseria a donde fuera que
estuviese: consciente de ello, la señora Mac Lean hizo guardar el diamante en
una bóveda de seguridad, donde lo tuvo por 20 años hasta que su nieta Evelyn
Wash Mac Lean falleció misteriosamente en Texas.
Finalmente
el diamante fue vendido al experto en diamantes Harry Wiston, quien para no
arriesgarse lo transfirió al Smithsonian Institute de Washington, donde aún
permanece hasta nuestros días, encerrado tras una urna de cristal, cual si
fuese un brillante asesino…
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