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El Sabor Del Miedo


El señor que estaba limpiando el fondo de la escuela apareció corriendo en el patio, dándose sopapos y gritando...

Era la hora del recreo y todos quedamos sorprendidos al verlo. Se golpeaba con las palmas y se revolvía el pelo frenéticamente. Aquel señor no se había vuelto loco, lo había atacado un enjambre de abejas. Algunas zumbaban furiosas a su alrededor o se movían por su ropa.

Nuestro barrio estaba ubicado en la periferia de la ciudad y el enorme terreno de la escuela en la parte del fondo daba a un campo, y en los costados, hasta la mitad de su largo lindaba con terrenos baldíos llenos de árboles y maleza. El propio terreno también tenía árboles y un cañaveral mas allá del patio que usábamos los alumnos en los recreos. Todo el lugar era una donación y el local de la escuela era una casa grande y vieja que se adaptó. Como el fondo era muy grande no lo limpiaban muy seguido, por eso arbustos y malezas crecían allí a sus anchas. En uno de esos árboles un enjambre de abejas había fabricado un enorme panal; el tipo que limpiaba el lugar lo encontró por accidente. Unas maestras ayudaron al pobre hombre mientras la mayoría de los alumnos salían disparados hacia adentro. A mi lado estaba Miguel, mi único hermano. Nos miramos y sonreímos. Los dos estábamos pensando lo mismo: ¡Miel gratis!

En nuestras andanzas por los bosques cercanos ya habíamos saqueado dos panales. La miel pura de los panales es deliciosa, comíamos hasta la estructura del panal. No íbamos a dejar pasar esa oportunidad. Escuchamos que una maestra le propuso a la directora que lo mejor era llamar a un apicultor para que se llevara aquello. Pero iban a hacerlo al otro día. Teníamos que actuar esa misma noche o lo perderíamos. Sabíamos por experiencia que las abejas no vuelan de noche, y como estaba refrescando mucho iban a estar bien atontadas. Salimos de la escuela a las cinco de la tarde y pusimos en marcha nuestro plan. Lavamos bien un par de baldes y tomamos prestados (sin que nuestra madre lo supiera) un par de guantes de goma. Estábamos muy emocionados. No era solo por la miel sino también por la aventura. Como nos daban mucha libertad no necesitamos mentir mucho. Partimos poco rato después de que se hizo noche.
La noche era clara porque había luna llena. Fuimos por la parte del campo. Los pastos ya estaban empapados de rocío y la luna se reflejaba inmutable en una pequeña laguna donde solíamos apedrear garzas. Cada uno llevaba un balde y una caña larga. La arboleda de la escuela se encontraba ensombrecida cuando entramos a ella. Algunos arbustos parecían intentar detenernos.

—El viejo no limpió casi nada. En cualquier momento quedó enganchado en algo —protestó Miguel.
—Seguramente no le dio tiempo para hacer mucho, las abejas lo picaron enseguida —comenté—. Hubiéramos traído el machete. Deja que yo vaya adelante y te abro camino.
—Bueno, pero no hagas que las ramas me azoten.
—Cuidado con esa. ¡Ah! Te avisé demasiado tarde ¡Jaja!
—¡Lo hiciste por gusto!
—¡Jaja! Me la debías de la otra vez.
—¿De cuándo?
—De cuando me empujaste al agua.
—Ah sí, ¡jaja! Me había olvidado.
Y así atravesamos la parte mas difícil. Las sombras se oscurecieron bajo los árboles más grandes. Empezamos a buscar en silencio. Habíamos visto al hombre señalar hacia el árbol pero como habíamos llegado desde el fondo no nos ubicábamos. Mas adelante el patio estaba pálido bajo la luz lunar, y enseguida de este la escuela también estaba pálida y sus ventanas parecían las entradas de unos abismos. El panal estaba mas cerca del patio de lo que habíamos creído y desde allí veíamos toda la parte trasera de aquella casona donde estudiábamos. Ingeniosos, colocamos bajo el panal un montón de ramas que el hombre había podado, después procedimos a voltearlo. Las abejas apenas se movían cuando cayó. Las apartamos con una rama y empezamos a meter trozos del panal en los baldes. Nos dividimos un pedazo allí mismo, y cuando estábamos comiendo de pronto mi hermano me agarró fuerte el brazo.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Allí, en la ventana, hay una vieja mirando para afuera.

Apenas miré hacia donde él apuntó sentí que se me erizaban los cabellos. Era una silueta blanca resaltando en la ventana. Tenía el pelo blanco y era muy voluminoso, era un peinado raro de esos de antes, y en el cuello el vestido era todo repollado, lleno de pliegues. Aquella apariencia antigua nos llenó de terror porque no dejaba dudas de que era un fantasma. Giró la cabeza rápidamente hacia nosotros y después desapareció. A pesar del susto no nos olvidamos de los baldes con el botín. Sin aquel susto encima no hubiéramos podido atravesar aquel tramo corriendo como lo hicimos. Nos detuvimos en el campo a recuperar el aliento, sin perder de vista aquellas sombras, y después partimos hacia nuestro hogar caminando rápido, mudos del susto todavía.

No fue nada lindo tener que ir tres años más a aquella escuela sabiendo que estaba embrujada; pero lo que mas lamento es que desde esa noche el sabor de la miel nos recuerda demasiado al terror que pasamos en aquella arboleda.


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