Era el año 1780 cuando llegó a la
ciudad de San Luis Potosí un sacerdote que avivado por el benigno clima del
lugar decidió quedarse a radicar ahí. Al clérigo le fue fácil encontrar
colocación como maestro en uno de los mejores colegios de aquel entonces, y
aunque se le proporcionaba una manera digna de vivir allí mismo, decidió
alquilar una casa en uno de los barrios más desolados del lugar que recibía el
nombre de Alfalfa.
Un buen día dejó de impartir sus
habituales clases de latín para salir con rumbo desconocido. A su regreso fue
cruelmente asesinado; se dice que por sus acompañantes: dos mozos que él mismo
había invitado a su recorrido. Y aunque la versión es contada de diversas
maneras, en términos generales ésta es la que más se repite.
El sacerdote hizo su recorrido
por los pueblos cercanos, reunió algo de dinero que traía consigo siempre,
destinando una parte para comprarse algunas cosas que necesitaba y la otra a
socorrer a los pobres más indigentes; casi todos sus honorarios los gastaba en
ellos.
Luego de su arribo a la ciudad se
dirigió a su casa situada en el antiguo callejón de Alfalfa. Una vez instalado
ahí, dejó que sus ayudantes cumplieran con su obligación: desensillar los
caballos, desaparejar las mulas y llevar a los animales al pesebre. Los dos
mozalbetes ejecutaron sus labores con toda calma y después fueron a tomar sus
alimentos. Mientras tanto, el sacerdote, que ya estaba muy cansado, prefirió ir
directamente a la cama, no sin antes rezar sus oraciones.
Entrada la noche se encendieron
los faroles de las calles y como los mozos sintieron miedo de irse, decidieron
regresar a la casa. Pero gran temor sintieron cuando llegaron y vieron al padre
tendido en medio del cuarto bañado en sangre. Salieron pidiendo ayuda mucha
gente acudió y algunos dieron parte a las autoridades.
El esclarecimiento del crimen fue
más complicado de lo que se creía, pues los mozos sólo habían estado unos
minutos afuera y por más que buscaron no hallaban nada alrededor de la casa.
Incluso los acompañantes del padre se ofrecieron a buscar, pero no tuvieron
éxito.
Los ayudantes del padre eran
compadecidos por mucha gente y hasta por las autoridades, quienes, en tanto
conseguían trabajo, les ayudaron en su sostenimiento. Sin embargo, un miembro
de la autoridad jurídica, quien siempre sospechó de los dos muchachos, pidió
que se les internara en el Hospital Militar en calidad de detenidos.
Hecho esto, se resolvió en que
los colocarían en cuartos separados e incomunicados, sujetándolos a intensos
interrogatorios. Días después se culparon mutuamente y uno de ellos dijo que su
primo (el más grande de los dos) era quier había dado muerte al padre,
ocultando el producto del robo, el cual consistía en unas cuantas monedas. Las
autoridades y los reos se trasladaron al sitio de los hechos donde fueron
encontradas las monedas así como el cuerpo del delito que fue un puñal.
Pero ellos aseguraban que no
había sido el robo el móvil del crimen, sino vengarse por el mal trato que les
daba el sacerdote. Aun así, fueron sentenciados, retardando el castigo las
apelaciones de los defensores; fue así como transcurrieron cinco años, aunque
al término se confirmó la sentencia de muerte, que consistía además en cortarles
las manos a los cuerpos para que fueran exhibidas como escarmiento para el
resto de la población.
Las manos criminales se colgaron
del muro exterior de la sombría casa del callejón solitario y triste. Desde
entonces se le llamó el Callejón de las Manitas. Cuando la gente tenía que
pasar por este callejón empezaba a rezar y no cesaba de hacerlo hasta que salía
de él.
Por fin alguien descolgó las
manos de aquel sitio, pero pasados unos días volvían a aparecer. Así fue en
forma sucesiva durante mucho tiempo, hasta que se reformó el barrio y el
callejón lo atravesó una calle ancha. Aun así, en ese mismo lugar donde estuvo
la casa lúgubre, en algunas noches del mes de noviembre todavía se ven flotar
en el espacio unas manos esqueléticas que buscan acomodo en un sitio, también
se aparece un sacerdote menudito, esmirriado, de sotana rabona, que cruza la
calle y se pierde al doblar la esquina, motivo por el que todavía hoy en día
los habitantes de San Luis Potosí temen cruzar el callejón que existe atrás del
Hospital Militar de la ciudad.