Andrés Gómez Jurado era un joven
de veintiocho años muy aficionado a hacer senderismo. Un fin de semana se fue a
practicar su afición favorita a la provincia gallega de Orense.
Cercano a la apartada pedanía de
una pequeña población, se extendía una extensa zona boscosa. Andrés salió a
caminar por la mañana pensando en andar durante cuatro o cinco horas, y volver
luego al hostal en el que se había hospedado a la hora de comer, sobre las dos
o las tres de la tarde.
Distraído como estaba en la
contemplación y la exploración del espeso bosque, perdió la noción del tiempo y
el sentido de la orientación, y hubo un momento en el que se encontró perdido.
Había dejado una estrecha senda
de tierra para internarse en lo más profundo del bosque. No quiso alarmarse por
ello, y como había traído algo de comida en la mochila que llevaba colgada a la
espalda, se sentó a los pies de un árbol, y se comió un bocadillo y bebió agua
de su cantimplora.
casadelterror-cielo.
Había caminado durante casi cinco
horas seguidas, por lo que decidió relajarse un poco y descansar durmiendo una
pequeña siesta. Eran casi las cuatro y media cuando se despertó. Volvió sobre
sus pasos intentando encontrar el pequeño sendero de tierra por el que había
penetrado en el bosque; pero fue inútil. No lo encontró.
Era invierno, y pronto cayó la
noche. Apenas eran las seis de la tarde, cuando todo a su alrededor se hizo
oscuro. Andrés sacó su linterna y siguió caminando sin descanso, cada vez más
asustado y desesperado. No quería pasar la noche en el bosque. Aparte del frío
propio del invierno, había escuchado que por aquella zona se habían visto
lobos.
La luna llena se dejaba ver a
veces entre las copas de los árboles, y su fantasmagórica luz iluminaba
tenuemente los pasos inciertos de Andrés. No tardó mucho tiempo el joven en
darse cuenta que estaba cada vez más y más perdido.
Andrés sacó su teléfono móvil
para pedir ayuda al 112; pero para su creciente desesperación comprobó que en
aquella zona no había covertura. No podía llamar a nadie. Para colmo de sus
males, la luz de su linterna empezaba a fallar, y cada vez se hacía más tenue.
Sin saber cómo, llegó hasta un
claro del bosque y en medio de él vió una pequeña y vieja cabaña. Su alegría no
tuvo límites, y pensó que ya estaba salvado.
Llegó hasta la cabaña y golpeó
dos veces con el puño en la puerta. Nadie contestó. Volvió a golpear la puerta
con el mismo resultado. Era evidente que no había nadie.
Salió al camino y cogió una piedra
de mediano tamaño. Seguidamente golpeó con ella el cristal de la única ventana
que había, y lo hizo pedazos. Quitó los cristales rotos del marco de la
ventana, y se introdujo por ella en la cabaña.
La cabaña probablemente
pertenecía a algún pastor, o tal vez a un cazador. Por todo mobiliario tenía
una cama, un armario, una alacena, y una mesa redonda rodeada por cuatro
sillas. También había una chimenea bajo la que había algunos troncos y ramas
secas.
Andrés encendió su mechero y le
prendió fuego a unas pequeñas ramitas, que ardieron bien. Pronto añadió algunos
troncos más gruesos.
El fuego de la chimenea iluminó
el interior de la cabaña, y calentó la estancia. Algo más tranquilo y animado,
el joven se acercó a la alacena. Allí encontró algunas latas de atún,
aceitunas, fabada, albóndigas, etc.; aunque no había muchas. Tan sólo siete u
ocho. Bueno, era más que suficiente. Abriría dos o tres de ellas, y cenaría. No
tenía pan, pero no le importó.
Después de la sobria cena,
decidió acostarse en la cama y dormir hasta que amaneciera y se pusiese de
nuevo en marcha, e intentara encontrar de nuevo el camino de vuelta al pueblo.
Estaba muy cansado, las piernas
le dolían. Andrés pronto cayó en un sueño inquieto, lleno de pesadillas, cuando
a las tres o las cuatro de la madrugada algo lo despertó.
A través de la ventana vió unas
antorchas que iluminaban la noche, y unos cánticos que le parecerieron
religiosos. Entre aterrado y esperanzado se levantó de la cama, y salió de la
cabaña. Lo que vió le puso los pelos de punta.
Era la Santa Compaña. Una
procesión de hombres vestidos con hábitos de monje, que se iluminaban portando
antorchas y cantaban una triste y lúgubre salmodia.
En el centro de la terrorífica
comitiva había un hombre cuya figura le resultó conocida. No, no podía ser.
Aquel hombre era su viva imagen. Era él mismo. No, no podía ser. Se estaba
volviendo loco.
Andrés salió corriendo en
dirección contraria a donde iba la fúnebre y funesta Santa Compaña, intentando
borrar de su mente lo que acababa de ver; y que de ningún modo podía aceptar.
Después de correr como un loco
durante casi un kilómetro, se halló de nuevo perdido en el bosque.
Se paró un momento intentando
recuperar el aliento. Las lágrimas de miedo y estupor asomaron a sus ojos. Lo
que había visto era un aviso. Su muerte estaba próxima. Miró a su alrededor
intentando orientarse, y lo que vió lo dejó helado: cuatro pares de ojos
brillantes le miraban a cierta distancia, entre la negrura de la noche.
Lobos. Eran lobos. El miedo
atenazó nuevamente el sufrido corazón de Andrés, y volvió a correr como un loco
hacia adelante, sin saber a donde iba, intentando alejarse lo máximo posible de
aquellos terribles ojos brillantes que lo contemplaban en medio del bosque.
El joven volvió a correr. Corrió
y corrió casi sin ver por donde iba. Apenas iluminado por la luz espectral de
la luna llena.
Sin saber cómo, cayó por un
precipicio, por un profundo barranco, y se destrozó la cabeza al golpearse con
una de las rocas del fondo.
Una semana después, unos
cazadores que merodeaban por la zona lo encontraron muerto, y medio devorado
por las larvas de las moscas, que se estaban dando un festín con su cuerpo
destrozado.
La aterradora visión premonitoria
de la Santa Compaña se había cumplido.