Muerta «ella»; tendida, inerte,
en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con sus doradas
molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba
yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de
súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era
tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi
interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
¡Seguirla! Sí; era la única
resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el
eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas
regiones.
Seguirla, reunirme con ella,
sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante,
exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido
buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la
tierra ni del cielo.»
Determinado a realizar mi
propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron
insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros
corazones... Al entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y
sonriente, acudía como otras veces a mi encuentro, levantando la cortina para
verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus
mejillas el arrebol de la felicidad.
Allí estaba el amplio sofá donde
nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia
cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba
abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se
aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de
las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las
últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto artísticamente
para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección
del pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su
retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que
la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y
airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y era su
actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era
su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el «¡qué
tarde vienes!» de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se
ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el
fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había
cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la
existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra
unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo
apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones -que lleva en su seno
el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde «ella»
me aguardaba...-. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los
cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en
espíritu...
La tarde caía; y como deseaba
contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la pistola,
encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos
había sobre el secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al
pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi
retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz deseo de
releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.
Es de advertir que yo no poseía
cartas de ella: las que recibía devolvíalas una vez leídas, por precaución, por
respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para
destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz
insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo
de grabarse en mi memoria. No vacilé -¿vacila el que va a morir?- en
descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la
cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.
Sólo en uno había cartas. Los
demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.
El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio,
lo palpé como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un
beso, y acercándome a la luz, me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus
queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el delicado refinamiento de
haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me
legaba su ternura.
Desaté, desdoblé, empecé a
deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las apasionadas
protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden
conocer dos personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un
indefinible malestar, un terror vago, cruzaron por mi imaginación como cruza la
bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió,
volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya
hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la
historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la
carta se había escrito a otro, y recordaba otros días, otras horas, otros
sucesos, para mí desconocidos...
Repasé el resto del paquete;
recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me convidaba a
asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo
aquélla se había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia
vieja y relegada al olvido... Pero al examinar los papeles, al descifrar,
frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme:
ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí...
Las que yo recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban
incorporadas a la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, «ella»
había conservado siempre, en el oculto rincón del secrétaire, en el aposento
testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula
señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado
hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las
páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre
todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo tiempo».... o
«muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: «¡Ahora sí.... ahora
sí que debes suicidarte, desdichado!»
Lágrimas de rabia escaldaron mis
pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato; empuñé la
pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me
temblase el pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos
ojos que me fascinaban.