Este raro acontecimiento su cedió
un día domingo 7 de marzo del año de gracia de nuestro Señor de 1649. Los
habitantes de la ciudad de México vivieron ese día algo verdaderamente raro en
toda la historia de la ciudad. La sorpresa se dio entre la gente que caminaba
por la calle donde se encontraba ubicado el Palacio del Arzobispado.
Presenciaron un acontecimiento que si bien es cierto era común para la época,
también es cierto que no era común por las circunstancias ni por el día en que
acontecía.
Los habitantes de la ciudad,
vieron pasar cargando en una mula a un caballero y en las ancas del animal iba
montado un indígena, sosteniéndole para que éste no se callese. Tal caballero
era el cadáver de un portugués y haciéndole compañía, iba a su lado el
pregonero a la usanza de la época, quien tocando la trompeta para anunciarse,
hacía público el delito que dicho hombre había cometido en vida.
—Sabed habitantes, todos de
México, que hoy día domingo, a las siete horas de la mañana, mientras oían misa
los presos de la cárcel de la Corte, este hombre se quedó en la enfermería, a
excusas de que estaba muy malo; y que se hallaba ahí preso por haber asesinado
al alguacil del pueblo de Itztapalapan; mientras los presos oían dicha misa, se
bajó en secreto y se ahorcó, sin que nadie lo viese ni lo sospechase. Acabada
la eucaristía y buscándolo los carceleros, lo encontraron como se ha dicho; se
les dio cuenta a los alcaldes de la Corte y hecha la averiguación
correspondiente, en la que se probó que ninguna persona le había prestado
ayuda, ni aconsejado a consumar en sí mismo tan temerario delito, se pidió
licencia al Arzobispado para que se ejecutara con la pena capital, a la que
había sido previamente condenado por la muerte del alguacil del pueblo de
Iztapalapan, pues sin esa licencia no se le puede ejecutar, por ser hoy el día
del Santo Doctor de la Iglesia Tomás de Aquíno, y además domingo, en el que por
ley no puede haber ejecuciones; pero vistos los autos, concedió el permiso la
autoridad eclesiástica; y la justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en
la Plaza Mayor de esta ciudad para que sirva de escarmiento y ejemplo a los que
cometen este tipo de actos—.
Así el número de vecinos curiosos
fue creciendo, pues de todo el mundo era sabido que cuando la Inquisición ponía
en manos de la autoridad civil a un reo, éstos eran quemados en efigie si se
encontraban ausentes, o en su caso se desentarraban los huesos si ya se
encontraba muerto, pero lo que sí era raro es que se fuera a ejecutara un
difunto.
Después de pasear el cadáver por
las calles de la ciudad, toda la comitiva y el portugués hicieron alto en la
Plaza Mayor y el difunto fue ahorcado frente al Palacio Real, en el sitio donde
se encontraba precisamente la picota pública.
Todo el procedimiento se ajustó a
las normas relativas al ajusticiamento de los vivos, a excepción de no llevarle
el Cristo de la Misericordia, que por costumbre siempre acompañaba en las
ejecuciones a los sentenciados, pero siempre y cuando no fueran suicidas o
impenitentes, como era el caso del portugués.
Ejecutado por fin el difunto, se
dejó colgado su cadáver por muchas horas; curiosamente ese día había estado
soplando mucho aire por toda la ciudad con tal fuerza, que levantaba las capas
de los hombres y los vestidos de las mujeres; se volaban también los sombreros
y hasta tocaban solas las campanas de las iglesias y los monasterios. La
superstición de la gente, atribuyó que dichos vientos, se debían a la ejecución
del caballero portugués y desde luego se tomó que la cosa era del mismísimo
demonio, y hasta decían que el portugués suicida era el diablo. Esta noticia se
fue propalando por todas las calles de la ciudad y la gente curiosa acudía ver
al pobre hombre colgado y le hacían cruces, diciéndole que era Satanás y que
por esta causa estaba soplando el aire tan fuerte.
Los muchachos traviesos no
contentos con ponerle cruces al cadáver, lo estuvieron apedreando toda la
tarde, hasta que los ministros de justicia autorizaron a que bajaran el cuerpo
del infeliz portugués y se condujera hasta el rumbo de San Lázaro, donde fue
arrojado en las lucias y pestilentes aguas del lago.