La humanidad, siempre ha temido a los
entierros prematuros, pero este miedo a ser enterrado vivo, alcanzó su mayor
apogeo en el siglo XIX, tanto que durante esta época, fueron diseñados los
ataúdes de seguridad; una caja de muerto provista de una campana atada con un
trozo de cuerda, la cual podía ser tirada desde dentro por el presunto muerto y
así alertar a los de arriba, que seguía con vida.
Para evitar que la campana se moviera por el
viento o cualquier otra influencia externa, la cuerda o cadena pasaba a través
de unos tubos, cuidadosamente diseñados para no dejar entrar el agua evitando
así que el cadáver se mojara. Por si fuera poco, había un segundo tubo a los
pies del ataúd a través, para bombear aire a la víctima en caso de ser
necesario, mientras se abría la tumba.
Uno de estos féretros fue utilizado para
enterrar a Sara O’Bannon y el cuidador del cementerio, sintió que la sangre se
le fue a los pies al escuchar la campana acompañada de una inquietante voz que
rogaba por ser desenterrada.
Se acercó entonces el hombre a la tumba:
—¿Eres tú Sarah O’Bannon? —preguntó dudoso y
con voz temblorosa.
—¡Sí!—respondió la voz algo agitada.
—¿Naciste en Septiembre de 17, 1827?
—intervino de nuevo el hombre acercándose un poco más.
—¡Sí! —dijo nuevamente la voz desde la tumba.
—La lapida dice que moriste en Febrero 20,
1857 —insistía con seguridad el hombre.
—¡NO!, estoy viva, fue solamente un error, por
favor desentiérrame… ¡liberameeeee!…
—Lo siento, Señora —dijo en enterrador
mientras arrancaba la campana y doblaba los tubos con la pala. —¡Ya estamos en
Agosto!. Lo que sea que seas, estoy más seguro que perteneces al infierno y no
te ayudare a subir…