“Maldito aquel que revelare lo que en estos documentos contenido. Su indiscreción le causará la muerte… Santa Inquisición. Tribunal del Santo Oficio. Año e 1576”. Bajo la más terrible pena de muerte se ha guardado durante varios siglos este secreto hasta hora inviolado. ¿Qué misterio oculto bajo el sello temible de la Santa Inquisición, contienen estos pergaminos que no pudieron revelarse? Para conocer el gran misterio sobre este temible sucedido, es preciso retroceder al siglo XVI.
Estamos en España en el año en
gracia de 1569, durante el cruel reinado del rey Felipe II, a quien todos
tenían por descreído o alejado de la iglesia, daba terribles muestras de fe; y
esta fe se traducía en castigos horrendos a herejes y en instalaciones,
siniestras para castigar y torturar incrédulos. En aquella época vivía el
religioso fray Pedro Moya de Contreras, a quien siempre molestaban por ser el
cuñado del rey, pues teniendo a un pariente tan influyente se preguntaban por
qué no le pedía el cargo de Obispo; por lo general siempre eran grupos de
borrachitos que armados de valor con el licor, le decían de todo al santo
varón. Como era costumbre, fray Pedro se alejaba lleno de indignación, dejando
en paz a las banditas de bebedores.
Se decía que una hermana del
religioso había tenido amores con el rey Felipe II, de los cuáles había nacido
una niña; al principio eran solo simples rumores, pero con el paso de los años
se convirtieron en una certeza, por lo que la gente lo comentaba ya convencida,
y a medida que pasaba el tiempo, las hablillas se multiplicaron al por mayor.
Se dice que cansado de tantas burlas de clérigos y gente, fray Pedro Moya de
Contreras fue a ver al rey Felipe II, y lo que ahí se dijo no queda nada para
comprobarse, más por lógica podemos deducir que el religioso le reclamó al
monarca su proceder; nadie fue testigo de semejante entrevista, y lo que
respondió su majestad al fraile solo hablan los hechos posteriores. Por órdenes
del rey, fray Pedro ayudó a la fundación de los Santos Tribunales, dejando
instalados monstruosos aparatos de tortura para castigar a los incrédulos e
irreverentes, comprobando el mismo las formas inhumanas de castigo.
Se dice que la presión moral del
religioso no cesaba ante el rey Felipe, así un día se salió con la suya y logró
que fuera nombrado el primer Inquisidor de la Nueva España, también la iglesia
lo eleva al rango de Arzobispo; días más tarde el religioso es enviado a la
Nueva España en el galeón hispano “San Honorio”, buena estrategia del rey para
mantenerlo lejos de tierras europeas.
Fray Pedro llega a la Villa Rica
de la Veracruz en 1570, acontecimiento que fue pregonado por todo lo alto; se
anunció siete veces por las calles de la capital, yendo en la comitiva el
alguacil mayor del Santo Oficio Francisco Verdugo de Bazán, el Secretario Pedro
de los Ríos, el Receptor Pedro de Arriara y Gaspar Salvago, Silvestre Espíndola
y Juan Saavedra como testigos. A petición del Inquisidor General fray Pedro, el
virrey don Martín Enrique de Almanza ordenó a los dominicos cedieran un edificio,
entonces se hicieron los arreglos necesarios y se instaló en el inmueble la tan
temida Santa Inquisición, que aún podemos ver hoy en día. El funcionamiento del
tribunal de la fe comenzó a funcionar de acuerdo con las instrucciones dictadas
por fray Tomás de Torquemada; dicho tribunal se hizo temible, porque la víctima
nunca sabía quién le acusaba y quienes eran los testigos, pues todo se hacía en
el más absoluto de los secretos. El Inquisidor Mayor daba los tormentos y
después de lograr la confesión, entregaba al reo convicto al brazo secular; y
fue precisamente durante el tiempo que permaneció en tan temible cargo, que
fray Pedro pensó en ejercer siniestra venganza en contra de quien había
manchado su honra, el problema era que se trataba del rey; al no poder
desquitarse con el entonces decide descargar toda su ira en contra del fruto
del pecado: su sobrina.
El religioso manda llamar a los
miembros del santo tribunal para darles la orden de que apresaran a los
herejes, hechiceros, relapsos e irreverentes; así cumplía con las ordenes de
rey y después cuando menos se diera cuenta, ejercería su espantosa venganza.
Más si su cargo de Inquisidor le dictaba cometer severos castigos y tormentos,
como arzobispo solía recatarse un poco; sin embargo, entre esas pasiones
contrarias se levantaba el pecado de su hermana, que él consideraba su mayor
deshonra. Tres años después, en 1573, fray Moya hacía sentir su odio y la
crueldad del santo tribunal, y ahora a los condenados se les iba a ejecutar en
el primer y más monstruoso acto de fe que se guarde memoria; uno a uno durante
toda la noche y el día siguiente, fueron ardiendo aquellos herejes, ¡hasta
acabar achicharrados los 73 reos!
Enfermo de crueldad y puesto su
poder de manifiesto, noches más tarde pone en marcha su siniestro plan,
mandando a alguien de su confianza para que secuestrara a su sobrina en Sevilla
España, y pobre del infeliz si era descubierto porque iba a sentir la ira del
ofendido. Una vez que la joven pisó tierras mexicanas, su vida comenzó a ser un
verdadero infierno, pues su malvado tío la utilizaba para probar cada tormento
diabólico que su enferma cabeza urdía; pero la diversión le duraría poco, ya
que noches más tarde fue conducido a la celda de su infeliz sobrina, quien ya
debilitada y enferma no podía resistir una tortura más, entonces su tío decide
meterla de novicia en el convento de Jesús María, y le ordena a la madre
superiora que una vez curada, debía obligarla a flagelarse, ayunar y
disciplinarse con dureza. La casi moribunda muchacha fue conducida al
monasterio por un túnel secreto.
En cuanto se repuso la joven, las
monjas entraron en acción, ordenándole que debía disciplinarse hasta sangrar
antes de cada alimento y al acostarse, obediente y sumisa comienza su cruel
castigo; pero eso no era todo el tomento para la pobre muchacha, pues a su tío
no le parecía suficiente, entonces decide mandarla traer cada martes y viernes
a través de secretos túneles (que se pusieron al descubierto con las
excavaciones del metro), conducían a la infeliz hasta cierto lugar. Al llegar
la recibían silenciosos encapuchados que se hacían cargo de la desdichada
novicia, cantaban extrañas letanías y se alejaban a través de los extensos
túneles que corrían por debajo de la ciudad, hasta que al fin llegaban a la
tenebrosa cámara de torturas de la Inquisición. La inocente doncella parecía no
resistir más tormento. Allí la entregaban al verdugo, que debía de continuar
con el cruel tormento a quien según el tío consideraba el fruto de un pecado; y
no contento con eso, el perverso observaba los tormentos a su sobrina a través
de una cerrada celosía. Después la desdichada novicia era regresada a su
convento, siguiendo los mismos túneles secretos. Al fin, la noche del 9 de
agosto de 1578, terminó el martirio de la hija de Felipe II y la hermana del
primer inquisidor; la joven muere sin nunca saber que pecado tan terrible había
cometido para ser castigada de una manera tal cruel y despiadada.
Meses después aquella novicia
muerta, cuyo nombre no registró el libro del convento, comenzó a vagar por los
jardines lanzando al aire quieto y agorero sus más tristes lamentos, causando
el espanto entre las monjas que le vieron, y estas sabían perfectamente que era
la religiosa muerta en pecado y tortura. Años después la tristísima figura de
la monja salió de los muros conventuales y se lanzó a la calle con todo y sus
desgarradores lamentos que erizaban los cabellos hasta al más valiente; en poco
tiempo el vulgo la bautizó como “La monja atormentada”.
Durante muchos años la fantasmal
novicia vagó por lo que hoy es esquina de Correo Mayor y Moneda; después,
lanzando su doliente queja avanzó hasta la esquina del Palacio Virreinal, y se
situaba ante la puerta cerrada. El motivo por el cuál llegaba el fantasma hasta
aquel lugar, no era otro, según creyó la gente, que el de ir en busca de su
tío, pues ya en 1584 había sido nombrado el arzobispo Pedro Moya de Contreras,
sexto virrey de la Nueva España. El fantasma doliente permanecía allí hasta
pasada la media noche, después regresaba a su convento, pero aunque la monja
atormentada no salía a gemir todas noches, la gente rehuía pasar por la Plaza
Mayor; y tanto dio el vulgo en asegurar que el espectro iba en busca del
virrey, que se tomaron cartas en el asunto enviando una comisión eclesiástica y
palaciega para que hablara con fray Pedro Moya de Contreras, quien después de
dialogar con ellos, decide enfrentar al fantasma al día siguiente en punto de
las doce de la noche, para así devolver la paz a la Nueva España.
A nadie extrañó que se levantara
a toda prisa un templete frente al Palacio Virreinal, el cual quedó terminado
sin que la gente supiera los fines para los que fue construido, pues todo era
secreto en esos días. La noche del 9 de junio, muy cerca de la medianoche salió
de Palacio fray Moya de Contreras y su extraña comitiva, quienes llevaba un
crucifijo, estandartes y reliquias para exorcizar trasgos, fantasmas y
demonios; la plaza estaba solitaria y la noche tranquila y tibia, el grupo se
dirige al templete para tomar asientos cada uno en su respectivo lugar, acto
seguido comenzaron a elevar plegarias a Dios mientras aguardaban la hora
indicada, pero no paso mucho tiempo cuando estalló un grito espeluznante que
llenó de pavor sus corazones: la macabra monja se había hecho presente para
lanzar sus gritos dolientes. De acuerdo con los cánones religiosos, fray Moya
de Contreras invocó a la muerta, y para asombro de todos, la monja respondió en
verso, en donde le imploraba que quería dejar de penar en este mundo; el virrey
atemorizado no pudo articular palabras en forma de verso, y sin que nadie
pudiera impedirlo, se arrojó a los pies de aquel fantasma para implorarle
perdón con lágrimas en los ojos. Varios minutos permaneció allí el religioso,
sobre el suelo de la Plaza Mayor, hasta que al fin los frailes y oidores se
atrevieron a levantarlo.
El virrey declaró en el Legajo de
una Causa Triste del Santo Oficio todo lo acontecido aquella noche, así como
también la identidad de la monja; dicho documento fue sellado con lacre y cayó
la maldición sobre quien revelase aquel secreto, más aún sucedido histórico,
debe salir a la luz.