En la segunda década del siglo
XVII, la ciudad capital de la Nueva España conoció un suceso que cubrió de
pavor a todos los que lo conocieron, por su naturaleza sobrenatural y
escalofriante.
El hecho ocurrió en la calle de
“la buena muerte”, hoy quinta de San Jerónimo, pero vayamos al inicio de esta
leyenda, ubiquémonos en el día 12 de febrero de 1728, cuando todo empezó.
Recién desembarcado de España,
Don Cristóbal Arias de Velázquez se encontraba en el despacho de un prominente
notario, quien lo ponía al tanto de la cuantiosa fortuna que le heredara su
padre, muerto recientemente.
Luego de felicitarlo, el notario
preguntó al joven si había quedado en buenos términos con su padre. Extrañado,
Don Cristóbal contestó afirmativamente, a lo que el notario agregó en seguida,
que el testamento contenía una disposición extraña. Señalaba que para poder
entrar en posesión de sus bienes, Don Cristóbal debía vivir por corto tiempo en
la casona que habitaron sus tías, las que en vida se llamaron Anunciación y
Brígida.
El muchacho no pareció
contrariarse ante esta noticia, a lo que el notario agregó:
—Creo mi deber deciros que sobre
esta casona corren horribles consejas. Cierto, la casa hermosa es, tiene una gran
bóveda donde podréis guardar vuestro oro y vuestros mejores vinos, pero...
—Id al grano ya, señor notario.
—Os aconsejaría no vivir allí sin
servidumbre, y hacer algo por alejar los espectros y fantasmas que dicen,
habitan ahí. Dícese que hay “cosas” en esa casona, que causan pavura y muerte.
La gente comenta que está maldita.
—Vaya que sois supersticiosos y
amantes de lo macabro, ustedes los novohispanos. Os habéis contagiado de los
indios.
Don Cristóbal se puso de pie, un
tanto molesto. Pidió al notario las llaves de la casa, y el favor de
conseguirle servidumbre adecuada. Había dispuesto pasar una noche más en el
mesón donde se hallaba alojado, a fin de leer el testamento detenidamente y
mudarse temprano, al otro día.
Hasta la noche siguiente, el joven
español pudo terminar las diligencias necesarias para su traslado. Camino a su
nueva casa, lo acompañaba el criado que le había contratado el notario, así
como un caballero, amigo de su padre, para mostrarle la calle y la casa.
Las pisadas de los hombres
sonaban huecas en la calle, solitaria y lúgubre cuando, de pronto, se escuchó
el tañido de una pequeña campana tocada por una persona que esperaba, afuera de
una puerta.
Extrañado, Don Cristóbal preguntó
al caballero:
—¿Qué significan esas campanadas?
—Son esas gentes, que vienen en
busca de un confesor.
—¿Un confesor a estas horas?
—La muerte no tiene hora fija, y
son los padres camilos los que confiesan a altas horas de la noche. Debido a
esto, esta calle donde vais a vivir, es conocida como “calle de la buena
muerte”.
En efecto, el convento se
encontraba a unos pasos de la vieja casona, por lo que, una vez que llegaron a
ésta, el joven respondió en tono de broma:
—Si es así, menos temores tendré,
caballero. ¡Buenas noches!
Tarde era ya para recorrer la casona,
cuyo aspecto, a simple vista, sólo denotaba el abandono y el vacío natural de
una casa deshabitada por mucho tiempo. El joven Arias de Velázquez, práctico
como era, ordenó al criado que llevase sus baúles a la habitación que encontró
más cómoda, e instalado en la biblioteca, pidió que se le trajese una botella
de vino. Éste se hallaba nervioso, inseguro, daba vueltas sin atreverse a
salir. Al fin regresó, y resuelto le dijo:
—Caballero, si no deseáis otra
cosa, os ruego vuestra venia para retirarme.
—¡Cómo! ¡Os pedí una botella de
vino! Luego podéis marcharos a dormir.
—Perdone el señor amo, pero el
vino está en la bodega...
—¿Y tenéis miedo de bajar por
ella?
—Tengo miedo de todo esto,
caballero. De no ser porque respeto al señor notario, no habría venido a
serviros. Debéis saber, señor amo, que se dicen muchas cosas de esta casa...
—Lo sé, lo sé bien, pardiez.
Ahora, largaos a dormir y dejadme en paz. ¡Yo iré por el vino!
Poco tiempo después, Don
Cristóbal abandonó la biblioteca. Recorrió una amplia estancia donde se hallaba
la sala, y después de atravesar un largo pasillo que conducía a la cocina,
abrió una puerta en el fondo de ésta, que cedió sin mucho esfuerzo. Luego,
descendió por unas escaleras que conducían a las bodegas y sótanos de la casa.
El polvo y las telarañas lo
cubrían todo, las cavas, los estantes, las botellas. La madera desprendía un
olor pestilente, a humedad guardada por mucho tiempo. Iluminado por el
candelabro que llevaba, el joven, sin embargo, sólo se ocupaba en la inspección
de las cavas, hasta que descubrió, entre varias botellas dispuestas en fila,
una que le pareció de buen aspecto.
—Ah, esta botella tiene cara de
ser muy vieja. Por nada del mundo me perdería saborear uno de estos caldos
añejos.
Don Cristóbal tomó la botella,
envuelta en telarañas; leía la etiqueta con curiosidad cuando, de repente,
sintió que el peso de un cuerpo pequeño caía en su mano al tiempo que le
rasguñaban unas uñas minúsculas; al instante, vio una rata larga y flaca, que
saltó en estampida en el mismo instante en que él se la sacudía, espantado.
—¡Bah!, huís de mí cuando yo soy
el asustado. —Dijo, recobrando el aliento.
De vuelta a la biblioteca, el
joven saboreaba el vino, cuya factura era excelente, como había imaginado. A
pesar de lo avanzado de la noche, no tenía sueño, pero sobre todo, deseaba leer
con calma el testamento de su padre, inquieto por enterarse de los innumerables
bienes que habría de administrar en poco lapso.
¡Cuánto esfuerzo debió costarle
la fortuna que logró acumular el viejo! Pensaba el muchacho con orgullo. Él
haría lo mismo, trabajaría con empeño e incluso procuraría acrecentarla, pues
se sentía sinceramente honrado de haber sido heredado. Sin embargo, esa
cláusula... ¿por qué habrá querido su padre que viviese ahí?
Su pensamiento hizo que fijara su
atención en el lugar donde se encontraba. Hizo a un lado el documento, se
recargó en el asiento, y hasta entonces sintió la inmensa soledad de la casa.
Las velas se hallaban consumidas más de la mitad, de manera que sólo se
iluminaba el escritorio donde él se encontraba.
Quizá ya habrían transcurrido dos
horas o más, no se había dado cuenta, atareado como estaba. Sentíase cansado
ya, el vino había dado a su sangre un suave sopor; lo hacía ver el lúgubre ambiente
con el ánimo y el arrojo de su juventud. Tenía la intención de levantarse
cuando, repentinamente, sintió que algo a sus pies, detrás de él, se deslizaba
suavemente.
—Debe ser un gato. ¡Magnífico!
Así hará un festín con esos ratones repugnantes.
Pero al estirar la mano y tocar
aquello que se detuvo por un memento, sintió un terror espantoso que lo hizo
gritar y saltar de su asiento. Las velas cayeron al suelo con estrépito y ahí,
en medio de las chispas y la oscuridad vio una maraña de pelos inmensos
extendidos por el suelo, que al incorporarse, mostraron un cráneo, cuyas
cuencas se fijaban en él, duras como la mandíbula, que se cerraba fuertemente.
El cráneo se movía, lo mismo que el bulto largo y delgado, que se deslizaba
apoyado en las manos descarnadas.
—¡No! ¿Qué es esto? ¡Santo Dios!
Don Cristóbal salió de la casa,
enloquecido. Cuenta la leyenda que corrió sin rumbo fijo hasta que al fin se
encontró con la ronda.
—¡Auxiliadme! ¡A mí, en nombre de
Dios!
—¿Qué os sucede, caballero?
¡Hablad! ¡Estáis pálido como un muerto, tembláis como azogado!
Los rondines lo alumbraban con
sus farolas, uno de ellos le tocó el brazo para calmarlo, pero Don Cristóbal no
dejaba de sesear, sin poder articular palabra. Al fin, logró decir:
—¡Ha sido algo horrible...! No
puedo revelaros ahora... Decidme, os ruego me indiquéis, dónde queda la casa
del notario de Güitrón... No conozco la ciudad.
El jefe de rondines ordenó a uno
de ellos que acompañara al joven. Ya en casa del notario, éste le ofreció una
copa de aguardiente, que pudo apaciguar sus nervios. El notario, sumamente
intrigado, quiso saber qué le había pasado. Pero éste, cortante, alegaba haber
visto “algo terrible” y nada más. Pero el notario insistió:
—¿Qué cosa visteis, caballero?
¡Precisad!
—No os lo puedo explicar. Era una
“cosa” como cubierta de pelos...
—¡Dios santo! ¿Queréis decir,
cabellos?
—¡Sí! ¡Eso es! Algo como...
cabellos enmarañados en algo sin forma, ¡crines que caminaban!
Al escucharlo, el anciano
palideció, a lo que Don Cristóbal le urgió:
—¿Sabéis algo de eso espantoso?
¡Hablad!
El notario de Güitrón conocía la
historia, el origen de aquel terrible ser que moraba en la casona. Y así, entre
sorbo y sorbo de aguardiente, fue revelando el secreto.
Muchos años atrás, la casona
mostraba un aspecto muy diferente. En las mañanas, el paisaje común en la calle
de “la buena muerte”, era la presencia de los padres camilos, yendo y viniendo
con sus afanes religiosos, y la de doña Anunciación, que solía sentarse junto a
la ventana de su casa, para recibir las primicias del sol de la mañana, y
peinar su larga y negra cabellera.
No era una mujer de gran belleza
—recordaba el notario de Güitrón— pero llamaba la atención por su hermoso
cabello, que causaba la admiración de los caminantes. Los hombres quedaban
cautivos, mientras que en las mujeres, provocaba envidia y admiración. Decíase,
con justa razón, que era el más largo y hermoso cabello de la Nueva España.
Esta apreciación y la escena
cotidiana que así lo corroboraba, provocaba la envidia y el coraje de Doña Brígida,
mujer de mayor edad que doña Anunciación, y media hermana de ésta, cuyos rasgos
duros, acentuados por un carácter seco y hosco, habían alejado a cualquier
posible pretendiente desde su juventud. Las dos mujeres vivían acompañadas de
una “ama” negra, doncella de Doña Anunciación, en tanto que el hermano de
éstas, y padre de Don Cristóbal, vivía cerca de ahí, en la calle de Arsinas.
Una de tantas mañanas, doña
Brígida mascullaba su coraje, mientras veía a su hermana saludar amablemente a
un conocido. “Maldita, otra vez os exhibís ante los viandantes. Una de estas
noches os cortaré vuestro pelo. ¡Ah, si pudiera dejaros sin pelo para siempre!”
Pensaba Doña Brígida.
Su expresión debió ser tan
evidente, que el ama se le acercó:
—Ah, señora... Bien que admiráis
el pelo de mi amita. Lo desearíais para vuestra cabeza ¿No es verdad?
—Callad, negra tonta.
Sonriendo con disimulado gusto,
la “ama” se acercó en seguida a la muchacha.
—Vamos, amita. Está lista ya el
agua de verbena para lavar vuestro pelo.
Fue entonces cuando a Doña
Brígida se le ocurrió la idea, que mejor no hubiera tenido. Decidida, con la
obsesión de acabar con el orgullo de su media hermana, salió de su casa. Anduvo
por las calles más populosas de la ciudad, donde no le conocían, hasta que una
persona le indicó cómo llegar a la casa de una bruja.
Ahí, una anciana señora le dio la
solución:
—Mezclad esta yerba con la
verbena que usa para lavar su pelo. Y ¡Cuidaos que no os sorprendan!
—¿Morirá su cabello? —Dijo
ansiosa, doña Brígida.
—Sí, señora. Desde su raíz
morirá, y jamás volverá a crecerle. ¡Os lo aseguro!
Días más tarde, doña Anunciación
vio con extrañeza cómo quedaban prendados a su peine una gran cantidad de
cabellos. Volvió a peinarse con mucho tiento, y de nuevo, una madeja se desprendió.
¡Se le estaba cayendo todo! Pensó que alguna enfermedad desconocida le habría
atacado. Entonces, llamó desesperada a su doncella. Al ver lo sucedido, la
sirvienta le dijo, asustada:
—¡Jesús, María y José! ¡Os han
embrujado, mi niña!
—¿Qué decís, Carina?
—Os han hecho mal de ojo a
vuestro pelo. ¡Quedaréis sin nada, amita!
—¡Ay Carina! ¡Si pierdo mi pelo,
yo perderé también mi vida!
—¡Y yo también moriría con mi
niña del alma!
Tal sucedió al poco tiempo.
Cuando Doña Anunciación quedó calva por completo, murió de tristeza. Y días
después le siguió la negra Carina, quien fue enterrada a un lado del sepulcro
de Doña Anunciación, por voluntad de ésta.
Sin embargo, cuando la doncella
Carina agonizaba, no dejó de apreciar la alegría que embargaba a Doña Brígida.
Con su voz ronca y gruesa, le lanzó una amenaza:
—Sé bien que vos causasteis la
desgracia de mi ama. ¡Maldita seáis! Yo, que soy creyente, he invocado al
diablo para que os cause males mayores. ¡Os saldrá tanto pelo que os volveréis
loca, y tendréis la muerte más horrible!
Doña Brígida esbozaba una sonrisa
burlona, incrédula, que ninguna mella hizo en su ánimo. Mas asegura la extraña
leyenda que, días más tarde, la mujer advirtió que su cabello le crecía en
abundancia.
Frente al espejo de su tocador, no
dejaba de admirarlo y peinarlo. ¡Qué cambio tan benigno! De un cabello delgado
y quebradizo, mezclado con gruesas y duras canas que le obligaban a atarlo en
un chongo, ahora poseía una larga cabellera. Negra y brillante, le caía
graciosamente hasta la espalda.
Le dio por peinarlo junto a la
ventana que daba a la calle, en el mismo lugar donde solía sentarse Doña
Anunciación. La gente apenas inclinaba la cabeza ante su vista, pero a Doña
Brígida no le importaba en absoluto. Notaba con placer cómo noche a noche le
crecía el cabello, cada vez más largo y hermoso, sin necesidad de verbena
alguna.
Su nueva sirvienta, mujer tímida
y callada, al fin se atrevió a preguntarle, después de dos meses de estar en su
servicio:
—Mi ama ¿Por qué os crece tan
rápidamente vuestro pelo?
Doña Brígida se quedó callada. No
pensó en la maldición de la negra Carina; recordó más bien a su hermana.
Entonces, respondió, satisfecha:
—Mi hermana tenía el cabello como
el mío... Es un rasgo de familia.
Esa noche, Doña Brígida
descansaba ya en su cama, como siempre. Mas no era una noche común, el cielo
estaba muy oscuro, las nubes cargadas, los rayos aparecían repentinos. De
pronto, estalló la tormenta.
Se dice que fue entonces cuando
los cabellos de Doña Brígida parecieron cobrar vida. Como serpientes, sus
cabellos se alzaron; tal parecía que el viento, furioso, hubiera entrado en la
alcoba y por ello se movieran, pero no, la ventana se hallaba cerrada. Los
cabellos parecían danzar, ajenos a la mujer dormida. En medio de esa danza,
comenzaron a buscarle el cuello, a enredarse, como víboras negras y anilladas,
con más fuerza cada vez, hasta que aprisionaron su cuello por completo.
Al sentir la presión en su
garganta, la mujer despertó gritando. Acudió la sirvienta de inmediato.
—¡Señora! ¿Qué os sucede?
—¡Tuve una horrible pesadilla!
¡Soñé que mis cabellos me estrangulaban como serpientes! Y al despertar, tenía
los cabellos... ¡Oh Dios! —dijo mirándose— ¡Ved! ¡Aún tengo los cabellos
enredados en mi cuello!
La sirvienta retiró los cabellos
de su cuello, que, si bien ya no continuaban fuertemente sujetos, resistían el
desanudo, como si, dueños de una voluntad truncada, se aferraran a permanecer
ahí, para seguir en algún momento su propósito. Extrañada y temerosa, le dijo
entonces:
—Cuidad de ellos, Señora. ¿Vos no
sabéis que en las noches de tormenta, los cabellos de la gente y de los
animales cobran vida?
—¿Qué estáis diciendo, insensata?
—Lo que dicen los ancianos,
señora. ¡Cuidaos de vuestros cabellos en las noches de tormenta! ¡Los tenéis
muy largos!
Corría entonces agosto, mes de
lluvias tormentosas. Por ello, y aceptado por Doña Brígida, la criada sujetó
sus cabellos a los barrotes de la cabecera de la cama. Hubo que dividirlo en
dos tantos, amarrando cada uno a un barrote, mas no convencida con el remedio,
ató una cinta gruesa sobre los nudos ya hechos.
Le fue difícil acomodarse a Doña
Brígida en esta posición, empero que la almohada, grande y firme, le permitía
descansar la cabeza y el tronco. Temía a la tormenta que repetiría esa noche,
como se vislumbraba y se había pronosticado; a sus descargas eléctricas, que
ella asociaba con el extraño comportamiento de su cabellera y con sus
“pesadillas”, como se empeñaba en calificar a lo sucedido. Cierto, no estaba
segura de que sólo fueran eso... Pero aceptar su miedo, su terror, era tanto
como darse por vencida y permitir que esas fuerzas extrañas la dominaran por
entero.
Al fin, después de un lapso
incontable en que no supo si estuvo dormida o despierta, llegó la madrugada y
con ella, otra tormenta. Esta vez, el cristal del ventanal retumbó con enorme
fuerza, el viento lanzaba bufidos terroríficos, las cortinas se alzaban,
espantadas por el viento que se colaba por los intersticios.
Mas, en el momento en que un gran
rayo apareció en el firmamento, y la escasa luz de la vela se extinguía, su
cabello se soltó de los amarres, volvió a tomar vida. Ella, que despertó con el
retumbo del rayo, lo vio todo esta vez: las serpientes negras se elevaron para
acometer la embestida; rodearon su cuello, empezaron a hacer círculos, cada vez
con mayor rapidez y frenesí, hasta iniciar la asfixia.
Doña Brígida, impulsada por la
fuerza del instinto, jaló los cabellos de su cuello, que ya empezaban a
ahogarla. Tambaleante, como pudo, llegó hasta un mueble, sacó unas tijeras, y
peleando con las hebras malditas, cortó en muchos pedazos la cabellera.
El embrujo cesó, pero Doña
Brígida ya no estuvo tranquila. Se cuidó de no decir a su criada o a su
hermano, sobre lo que le había sucedido. Cubrió su cabeza con un mantón y así
permaneció por varios días, temerosa de sentir y de ver su cabello otra vez.
Sucedió entonces que una noche,
cuando se iba a acostar, estalló otra tormenta. Doña Brígida se quedó de pie
frente al espejo, indecisa; a pesar del mantón, sentía mayor peso en su
cabello, pero no quería tocarlo. Más fuerte fue su voluntad, su caprichosa
naturaleza.
—¡Que llueva y que caigan rayos y
centellas! ¡Ya no temo a mi pelo! —dijo en voz alta, quitándose el mantón.
Pero al descubrirse la cabeza, un
grito de espanto salió de su garganta.
—¡Pelo! ¡Más grande que antes!
Al instante el cabello, largo
hasta la cintura, se elevó por encima de su cabeza. En hebras gruesas se
dividió; éstas se juntaron en la coronilla, luego descendieron, buscaron la
garganta de la mujer, en ella se enredaron con interminables vueltas, por el
placer diabólico de sentir las venas hinchadas, por escuchar sus gritos, sus
gemidos, que la tormenta se encargó de callar.
Al día siguiente, la sirvienta la
encontró muerta, al parecer ahorcada por su abundante y hermosa cabellera. Un
rictus de locura se plasmaba en su rostro, tal como había augurado la vieja
Carina.
El notario de Güitrón terminó su
relato.
—Dice la conseja que así murió la
media hermana de vuestra tía Anunciación. En cuanto a vuestro padre, después de
sepultarla decidió enclaustrarse hasta su muerte, quizá por la pena de
enterarse cuánto se decía de Doña Brígida.
El joven había escuchado con
atención el relato, empero, alegó:
—Aún no entiendo cómo puede asociarse
esa maldición, con la “cosa” que vi en el suelo.
—Pienso que fue el fantasma de
vuestra tía Brígida.
—No puede ser... os repito que no
iba erecto. ¡ Era algo que se arrastraba! ¡Como un gusano velludo!
—Siendo así, no sabría cómo
explicaros el suceso.
—Me inclino a creer que fui
víctima de una alucinación, ¡De un terror imbécil! Perdí los estribos, de
seguro fue algún animal, nada de fantasmas ni de increíbles cabellos asesinos.
—¡Os aconsejo no volver! El
criado vino a avisarme que se iría. Quedaos en mi casa, Don Cristóbal, y mañana
podréis iros a la casa de vuestras tías, o a otra, y seguir tranquilamente lo
que dispone el testamento de vuestro padre.
—Por cierto, señor notario: mi
padre ordenó que se exhumen los restos de la tía Anunciación para llevarlo a
España. Os pido hagáis lo propio.
—Así se hará.
Don Cristóbal hizo caso de la
recomendación del notario. Prudente, se instaló en su casa sin hacer caso ya de
la cláusula establecida por su padre. Una noche en esa casa le fue suficiente
para dar por cumplido su mandato.
Días más tarde, se dispuso a
exhumar los restos de su tía. Hallábanse en el cementerio el notario, Don
Cristóbal, y un fraile, encargado de realizar la ceremonia fúnebre.
Tres sepultureros abrieron la
tumba. A fin de extraer el féretro, cavaron con las palas, a una distancia
aproximada de un metro bajo tierra, cuando, de pronto, exhalaron un grito de
terror que atrajo a los hombres.
El Fraile fue el primero que lo
vio:
—¡Dios bendito! ¿A qué ser
diabólico y maldito dieron sepultura aquí?
La tumba, abierta, se hallaba
totalmente cubierta por cabellos, apenas revueltos con la tierra. Negros y
hermosos, resplandecían a la luz del sol. Don Cristóbal los vio, los reconoció,
eran los mismos cabellos del espantoso ser que vio en la casona. Se le reveló
el cráneo que los sostenía, el bulto mortuorio arrastrándose, pero, no podía
ser el mismo. Nervioso, molesto, preguntó al notario:
—¿No os dije que sacaríamos los
restos de mi tía Anunciación?
—Hay un error, caballeros. —Dijo
un hombre que en ese momento se acercó al grupo.
—Soy el encargado de este
cementerio, y os puedo asegurar que la tumba de Doña Anunciación está más allá
—dijo, señalando a un sepulcro cercano.
—Mirad bien, la inscripción de la
lápida.
Los sepultureros se alejaron
cuando el encargado se acercó a la tumba; entre el susto, sabían que recibirían
un regaño por haber omitido que la inscripción se hallaba borrada, presurosos
por terminar su labor.
Pero el hombre ni siquiera llegó
hasta la lápida, pues antes se encontró con la tumba.
—¡Dios santo! ¿Qué es esto?
—Sólo el altísimo puede
explicarlo, señor encargado. Retirémonos ya, vayamos con el Santo Oficio, este
es asunto que debe conocer.
Dice la leyenda que el Santo Oficio
tomó cuenta del suceso, y con el ritual establecido en sus leyes, se exorcizó
en la tumba, al ser monstruoso que allí moraba.
Se levantaron actas ante el Santo
Oficio, que suscribieron quienes fueron testigos de este suceso.
Don Cristóbal Arias de Velázquez
decidió vender toda su heredad. Y de la casa, liquidó muebles, cuadros, y demás
objetos de valor, pero no ésta, que a falta de comprador quedó deshabitada por
muchos años.
Con los restos de la tía
Anunciación se embarcó a España, donde murió de anciano. Siempre tuvo presente
la macabra experiencia de su juventud, pero nunca aceptó haber visto lo que la
gente en la Nueva España llamó “los cabellos del diablo”.