Antes de empezar con la historia
permítanme hacer una pequeña introducción. Debo confesar que le tengo miedo a
los ascensores. Les tengo un pavor horrible a esos malditos elevadores. Uno de
los recuerdos más remotos de mi infancia es sobre un viaje a un centro
comercial. No diré a qué centro comercial, pero fue algo muy emocionante. Había
una cantidad insondable de helado para calmar mi pequeño paladar de apenas dos
años. También había camisas hermosas y ropa para mis padres. Y después de todo
eso, un cine para relajarse y olvidarse del mundo. Pero hubo algo que arruinó
mi paraíso particular.
En el camino de regreso al
estacionamiento, el ascensor se estremeció y se detuvo totalmente, de la misma
forma que lo hizo el suministro eléctrico. Todo quedó en tinieblas. Por puro
instinto, abracé a mi padre por la cintura y solté un grito aterrador. Me
rehusé a soltarlo hasta que, media hora después, los bomberos nos rescataron de
aquella terrible caja oscura.
Durante mucho tiempo fui incapaz
de poner un pie en un elevador sin la compañía de mi padre, de mi madre o de
cualquier otra persona a la que pudiera recurrir si se repetía el episodio. Me
parecía algo vergonzoso que yo, habiendo sorteado los traicioneros y
serpenteantes pasillos de la universidad, aún fuera incapaz de subirme solo a
un ascensor. Y tomé toda clase de medidas para evitarlo. Caminaba por las
escaleras, diciéndome a mí mismo que necesitaba ejercitarme. Me alejaba de los
grupos, alegando que era mi forma de caminar más.
Pero un día, simplemente no pude.
El tiempo pasa y los temores de la infancia se desvanecen. Me ofrecieron un
empleo bastante generoso en una prestigiosa firma de abogados. Debía mover mis
pies y desplegar mis alas hacia un gran futuro.
El apartamento que me cautivó fue
el único que podía permitirme. Había un excelente descuento proporcionado por
el bufete de abogados, y pensé que podría mudarme una vez que empezarán a
pagarme un salario.
Mientras tanto, la habitación
donde tenía la intención de hospedarme era muy agradable, pero había un único
problema. Tendría que vivir una temporada en el piso número 23. Eso significaba
23 tramos de escaleras. Jamás podría hacerlo. Le pregunté a la recepcionista
por otra habitación. Entre un paquete viejo de cigarrillos Marlboro, la mujer
encontró tiempo para decirme que no había otras habitaciones disponibles. ¿Cómo
era posible? El enorme estacionamiento estaba prácticamente vacío y por los
pasillos apenas se veía gente. Probablemente tenía unas pocas habitaciones ocupadas.
Sin embargo, mi usual
persistencia no encontró cobijo en aquella obstinada mujer. “Llame al gerente”,
me dijo. El número telefónico no estaba conectado. Los correos electrónicos
retacharon. De la forma que sea, pensé, será imposible que salga de este lugar
pronto.
Regresé algunos días después para
instalarme en la habitación. Para mi decepción, en la recepción no había nadie
que me acompañara al elevador para ayudarme con el equipaje. El particular
acento de la recepcionista me indicó que había otros huéspedes esperando por
ayuda. ¿Cuáles otros huéspedes?
“Por favor, tome las escaleras”,
indicaba un letrero en el ascensor. No había tiempo que perder. Negocios, los
clientes, mi habitación, simplemente no tenía tiempo que perder y no lo iba a
hacer por un estúpido letrero en un estúpido ascensor. Con el furor que me
producía aquella situación me dirigí al elevador, temiendo el momento en que se
abrieran aquellas puertas y me viera obligado a subir. Para mi alivio, las
puertas se abrieron y mostraron la silueta de un trabajador de FedEx en el
interior. No estaba solo. “Al piso 23”, le dije. Su rostro, oscurecido por una
gorra amplia, asintió en silencio. Abrí los últimos documentos que tenía por
leer mientras el ascensor chirriaba. Quizá podría avanzar un poco con el
trabajo.
Pasaron cinco minutos y, para mi
desesperación, las puertas no se abrían. Veo hacia arriba. “PISO 1”, indicaba
un panel de luz roja. El ascensor se movía, pero las puertas no se abrían y el
indicador no variaba. Parecía que me había subido a una barca perpetua con
destino a ninguna parte. Cuestioné al cartero sobre lo que estaba pasando. No
me respondió. “¿Disculpe, señor?”. No hubo respuesta.
Entonces dirigí mi mano a su
hombro. De repente, su piel se desprendió y su cuerpo se derritió cubriendo el
suelo del elevador con una pegajosa pasta blanquecina. Grité. Los fluidos se
filtraban por las esquinas del elevador. Apresuradamente marqué al 911… No
había señal. Presioné todos los botones del elevador. No sonaba ninguna alarma
de emergencia, no pasaba nada. Uno de los botones cayó dejando al descubierto
una pared blanca y sin orificios por donde los cables pudieran pasar. Grité
otra vez, ya no estaba mi padre para que pudiera aferrarme a su cintura. Estaba
solo. Empecé a golpear las puertas, solicitando desesperadamente ayuda.
Eso fue hace 20 horas. Ahora
escribo esta carta en la parte trasera de mi folder.
Por favor, tome las escaleras.