Era una noche sin luna cuando un hombre llamado Eduardo, mientras viajaba en auto por una carretera rural, comenzó a notar algo extraño a la distancia. En el borde del camino, había una figura que al principio parecía un perro grande o algún otro animal. Sin embargo, algo en su postura y en la forma en que lo miraba le provocaba un escalofrío inusual. Parecía que ese "animal" lo observaba fijamente, como si pudiera ver más allá de su piel y adentrarse en su alma.
A medida que avanzaba, Eduardo intentó ignorar la presencia del extraño ser, convencido de que se trataba de algún animal perdido. Pero, unos kilómetros después, volvió a ver la misma figura al costado del camino, como si lo hubiera seguido. Sentía sus ojos oscuros, brillantes bajo las luces de su auto, y aunque su forma era animal, su mirada era humana, inquietantemente inteligente y profunda.
La tercera vez que lo vio, Eduardo comenzó a sentir miedo. En un intento por escapar, aceleró, pero al mirar por el espejo retrovisor notó algo espeluznante: aquella figura se transformaba. Poco a poco, su forma fue cambiando hasta adoptar una figura más alta, delgada, con una mezcla entre rasgos humanos y animales. Eduardo estaba seguro de que lo que veía era un nahual, un ser mítico capaz de cambiar de forma y que, según la leyenda, protege secretos antiguos de la naturaleza y del mundo espiritual.
Esa noche, al llegar a su destino, Eduardo no pudo conciliar el sueño. Sentía que alguien lo observaba desde la ventana de su habitación. Cuando decidió asomarse, ahí estaba nuevamente aquella figura sombría, inmóvil, observándolo desde la oscuridad del campo. Su corazón latía acelerado mientras intentaba encontrar una explicación racional, pero la sensación de terror no lo dejaba. El nahual parecía haberlo elegido, marcado por razones que él desconocía.
Los días siguientes, Eduardo comenzó a notar señales de que esta entidad lo seguía, incluso cuando ya había regresado a su hogar. De vez en cuando, veía sombras moverse por los rincones, y algunas noches despertaba sintiendo una presencia en su habitación, como si el nahual estuviera parado junto a su cama. En otras ocasiones, veía extraños rastros de huellas en la entrada de su casa, marcas que parecían de algún animal pero que desaparecían inexplicablemente.
En un intento de liberarse, Eduardo buscó ayuda de un curandero local, quien le explicó que había cruzado el camino de un nahual y, al mirarlo a los ojos, había establecido una conexión difícil de romper. Según el curandero, estos seres son guardianes de lo oculto y los misterios ancestrales; si un nahual siente que alguien ha invadido su territorio o conoce secretos que no debería, puede perseguirlo hasta asegurarse de que no hable de lo que vio.
La última noche en que Eduardo vio al nahual fue la más aterradora. Despertó a las tres de la madrugada, sintiendo que algo le pesaba en el pecho, como si una fuerza invisible lo inmovilizara. Al abrir los ojos, lo vio de pie en la esquina de su cuarto: una figura sombría, con una mezcla de rasgos humanos y animales, y sus ojos negros y penetrantes que lo miraban fijamente. Incapaz de moverse ni de gritar, solo pudo observar cómo la figura comenzaba a desvanecerse, dejándolo con un último susurro que parecía un mensaje antiguo en una lengua que no entendía.
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