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El eco del hambre

El eco del hambre

En un pequeño y olvidado rincón del mundo, donde el sol apenas tocaba el suelo y las estaciones pasaban con la indiferencia del tiempo, vivía una familia sumida en la pobreza más absoluta. La casita donde habitaban, hecha de madera rota y láminas oxidadas, se mantenía de pie como un milagro, resistiendo las tormentas y el viento que azotaba los campos secos y áridos a su alrededor.

El padre, Ernesto, trabajaba largas jornadas en la tierra estéril, tratando de arrancar de ella algún alimento para sus hijos. Día tras día, sus manos se volvieron ásperas y sangrantes, pero la tierra no cedía. La sequía había convertido el campo en una vasta extensión de polvo, y las lluvias, que alguna vez llenaron los ríos, parecían haberse olvidado de ese lugar. La madre, Rosa, que solía coser para los vecinos, ahora apenas podía moverse, su cuerpo consumido por el hambre y la tristeza.

Tenían tres hijos. El mayor, Luis, ya no recordaba la última vez que había comido una comida completa. Pasaba sus días buscando entre la basura algo que pudieran comer, aunque solo fueran migajas o restos podridos. Los otros dos, Marta y Esteban, eran aún más pequeños, demasiado jóvenes para comprender por qué el hambre se había instalado en sus estómagos como un monstruo que no los dejaba en paz.

Cada noche, Rosa contaba historias a sus hijos para distraerlos del hambre. Les hablaba de un tiempo en que los campos eran verdes y las mesas estaban llenas de comida, de risas, de vida. Pero mientras sus palabras llenaban el aire, los estómagos vacíos de sus hijos gruñían como recordatorio de la cruel realidad. La tristeza en sus ojos se profundizaba, sabiendo que sus cuentos no llenaban los estómagos ni curaban la desesperanza.

El invierno llegó temprano ese año, golpeando la casa con un frío implacable. Las paredes temblaban con cada ráfaga de viento, y dentro, el frío mordía con la misma ferocidad que el hambre. No tenían leña, y la poca ropa que llevaban puesta era insuficiente para combatir el clima. Marta, la más pequeña, enfermó primero. Sus ojos, antes llenos de inocencia, comenzaron a apagarse, y el color de su piel se volvió pálido. Ernesto intentó llevarla al pueblo para encontrar ayuda, pero las puertas se cerraron en su cara. Nadie tenía suficiente, y nadie estaba dispuesto a compartir.

Una mañana, Rosa no se levantó de la cama. Los hijos intentaron despertarla, pero sus manos ya no respondían. Ernesto se sentó a su lado, mirando su cuerpo inmóvil, con lágrimas cayendo silenciosamente por su rostro ajado. No había palabras, solo el dolor abrumador de haber fallado a quienes más amaba. A pesar del hambre, a pesar del frío, la muerte se había adelantado y se llevó a Rosa en silencio, como el viento que barría las tierras desoladas.

El hambre no se detuvo con la muerte de Rosa. Luis, el hijo mayor, intentó mantener a su familia unida, pero cada día que pasaba era una lucha perdida. Marta, a pesar de todos sus esfuerzos, sucumbió al frío y al hambre poco después de su madre. Sus pequeños huesos fueron enterrados bajo una tierra tan dura como la vida que habían conocido.

Ernesto, consumido por el dolor y la culpa, se quedó mirando el horizonte gris. Sabía que pronto su tiempo también llegaría, y que no habría nadie para llorarlo. La pobreza no solo había arrebatado sus cuerpos, sino que también había aplastado sus esperanzas, su dignidad y sus sueños.

Así, en ese rincón olvidado del mundo, donde el hambre y la pobreza eran los verdaderos gobernantes, una familia más desapareció sin dejar rastro. Nadie los recordó, nadie habló de ellos. Fueron solo el eco de un mundo que los había olvidado mucho antes de que la muerte tocara su puerta.

creditos a su autor

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