EL NIÑO QUÉ NUNCA VOLVIÓ A CASA.
En un pequeño pueblo, cuyas calles empedradas parecían susurrar viejas historias a aquellos que las recorrían, vivía un niño llamado Mateo. Su cabello oscuro siempre enmarañado, sus ojos grandes y brillantes, reflejaban la inocencia de una infancia marcada por la pobreza. Mateo no tenía un hogar al que llamar suyo; su familia se había perdido en el tumulto de una vida cruel, dejándolo solo, abandonado en la vasta soledad del mundo.
Una noche, el frío invierno envolvió al pueblo con su manto helado. Mateo, descalzo y tiritando, caminaba por las calles oscuras, buscando algún rincón donde refugiarse. Tocaba puerta tras puerta, pero nadie respondía, o si lo hacían, lo echaban con brusquedad, temerosos de la miseria que parecía impregnar su ser. El hambre lo consumía, su pequeño cuerpo cada vez más débil, sus pasos más lentos y pesados.
Mateo cayó al suelo, agotado, con la nieve acumulándose a su alrededor. Cerró los ojos y, en la oscuridad de su mente, se vio a sí mismo regresando a una casa cálida, donde su madre lo esperaba con los brazos abiertos, donde el aroma del pan recién horneado llenaba el aire. Pero esa casa solo existía en sus sueños, un refugio ilusorio que se desvanecía con cada segundo que pasaba.
El niño dejó de sentir el frío, el hambre se transformó en un simple recuerdo, y en su último aliento, creyó que por fin había encontrado su hogar. Pero Mateo no despertó en ese mundo onírico de su mente; su cuerpo quedó tendido en la nieve, sin vida, mientras la ciudad continuaba con su indiferente rutina.
Sin embargo, el espíritu de Mateo no entendió lo que había sucedido. Se levantó, creyendo que aún estaba buscando su casa. Las calles que una vez recorrió ahora le parecían extrañas, más largas y llenas de sombras. Entraba en las casas, una tras otra, pero lo que encontraba no era la calidez que tanto anhelaba. En su lugar, veía a las familias que habitaban esos hogares, y ellos no lo veían a él, o si lo hacían, gritaban y se alejaban, como si él fuera una aparición aterradora.
Mateo no comprendía por qué todos lo trataban con tanto miedo. Intentaba hablar, pero de su boca solo salían susurros vacíos. Las lágrimas llenaban sus ojos, su voz quebrada llamaba a sus padres, pero solo el eco le respondía. Su soledad, una vez soportable, ahora se convertía en una angustia interminable.
Noche tras noche, Mateo recorría las mismas calles, buscando la puerta que lo llevaría de regreso a casa. Pero esa puerta no existía. Cada vez que creía haberla encontrado, solo hallaba más oscuridad, más vacío. Los años pasaron, pero para Mateo, el tiempo no significaba nada. Él seguía siendo el mismo niño perdido, congelado en el momento de su muerte, eternamente condenado a buscar un hogar que nunca encontraría.
En ese pequeño pueblo, los habitantes empezaron a hablar de un espectro que recorría las calles por la noche, un niño que lloraba y llamaba a sus padres, que intentaba entrar en las casas, solo para desaparecer en la niebla. Pero nadie sabía cómo ayudarlo, cómo darle paz.
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