Caminaba de vuelta a casa, el sol se ocultaba y las sombras de la tarde comenzaban a alargarse sobre los campos dorados. No estaba lejos, solo un camino serpenteante me separaba de mi hogar. Fue entonces cuando la vi, una figura solitaria en el camino, una mujer con una canasta equilibrada en su cabeza. Pensé que la alcanzaría pronto, pero por más que aceleraba el paso, ella se mantenía siempre a unos diez metros delante de mí.
La curiosidad se convirtió en inquietud. ¿Cómo podía ser que, sin importar mi velocidad, ella se mantuviera siempre a la misma distancia? Apreté el paso, casi corriendo, pero ella... ella simplemente se adelantaba con la misma facilidad, como si el espacio mismo se curvara a su alrededor.
Finalmente, llegué a mi casa, el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. Abrí la puerta con manos temblorosas y entré. Al pasar junto al corral, un grito desgarrador rompió el silencio de la noche, un sonido tan horrible que pareció sacudir la tierra bajo mis pies. Caí enfermo, tres días de fiebre que me clavaron en la cama, incapaz de levantarme, con el eco de aquel grito resonando en mis oídos.
Nunca supe quién era ella, ni qué significaba aquel grito. Pero desde entonces, cada vez que el sol se pone y las sombras crecen, siento un escalofrío recorrer mi espalda, y evito mirar el camino que se extiende hacia los campos, temiendo ver la silueta de la mujer con la canasta en la cabeza.
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