El Día de Mu€rtos, cuando los altares se llenan de flores de cempasúchil, veladoras y dulces, es el momento en que los vivos abren las puertas de sus hogares a los que ya partieron. Es un tiempo de paz y de celebración en honor a los espíritus que regresan una vez al año para visitar a sus seres queridos y compartir con ellos el aroma de sus ofrendas. Sin embargo, no todos los que regresan lo hacen con buenas intenciones.
En las sombras de esta festividad tan especial, existen aquellos espíritus que nunca encontraron la paz, almas atrapadas en el rencor, la tri$teza y el 0dio. Son almas que cargan con profundas heridas de su vida m0rtal y, en la mu€rte, han acumulado un deseo de venganza que no se apaga con velas ni con oraciones. Y es precisamente en estas fechas cuando, junto con los seres queridos, estas almas inquietas encuentran la oportunidad de regresar y saldar sus cuentas.
Algunos pueblos alejados, envueltos en montañas y misterios, tienen una advertencia especial para los días de noviembre. Los ancianos cuentan historias sobre las noches en las que el sonido del viento parece llevar murmullos extraños, como si una voz lejana llamara desde el más allá. En estas noches, cuando el alma se vuelve más susceptible y las fronteras entre los mundos se debilitan, los vivos deben andar con mucho cuidado. Se dice que cuando el reloj marca la medianoche y las velas de los altares comienzan a parpadear, pueden escucharse susurros que provienen de rincones oscuros, voces apagadas y cargadas de furia, susurrando nombres en la penumbra.
Una leyenda en particular habla de un hombre llamado Julián, quien nunca respetó la tradición de encender velas ni colocar ofrendas. Según dicen, Julián siempre decía que el Día de Mu€rtos era solo una superstición para asustar a los ignorantes, y se negaba a participar. Una fría noche de noviembre, mientras el pueblo dormía en la tranquilidad de la festividad, Julián decidió salir de su casa para demostrar que esos susurros eran solo cuentos. Caminó por el campo, desafiando a los espíritus, burlándose de las almas. Pero, poco después de la medianoche, los aldeanos escucharon un grito desgarrador que hizo eco en toda la montaña.
Cuando al amanecer lo encontraron, Julián estaba sentado en un círculo de tierra seca, con la mirada perdida y el rostro pálido. Murmuraba cosas incoherentes sobre sombras y figuras que lo rodeaban, sobre voces que decían su nombre y dedos fríos que tocaban su piel. Pasaron días antes de que pudiera hablar de lo sucedido, y cuando lo hizo, apenas podía contener el temblor en sus manos. Explicó que, en la oscuridad de la noche, había escuchado a alguien llamarlo, una voz que se hacía cada vez más fuerte hasta convertirse en un grito furioso. Era una voz familiar, una voz que él recordaba de su infancia, la voz de un hermano con quien nunca hizo las paces y que había fallecido trágic@mente.
Desde esa noche, el espíritu de su hermano lo acosaba cada Día de Mu£rtos, susurrando su nombre en cada rincón oscuro, acechándolo desde el más allá. Julián intentó expiar su culpa, levantando altares y pidiendo perdón, pero cada año, la voz regresaba, exigiendo más.
Dicen que, con el tiempo, el alma de Julián se volvió tan inquieta como aquella que lo perseguía, y al m0rir, su espíritu quedó atrapado, condenado a vagar como el hermano que lo atormentó.
Así, la advertencia perdura hasta nuestros días: si escuchas un susurro en la noche del Día de Mu£rtos, nunca respondas. Quizá sea solo el viento... o quizá sea el rencor de un alma que jamás encontró la paz, una que regresa en busca de alguien a quien llevarse en retribución. Asegúrate de encender una vela y colocar una ofrenda, por si acaso. Puede ser la única forma de apaciguar a aquellos que, atrapados entre el mundo de los vivos y el de los mu€rtos, vuelven a reclamar lo que la mu£rte no les concedió.
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