"XOCHITL" (La aterradora leyenda de la joven que canta entre los magueyes)..
Mi abuelo siempre nos contaba historias cuando el sol se metía tras los cerros y las sombras se alargaban en el campo. Una de esas historias, la que más miedo me daba, era la de la joven indígena que cantaba entre los magueyes. Abuelo decía que, cuando él era niño, había una ranchería medio abandonada donde todos sabían que no había que acercarse de noche. A veces, bien entrada la madrugada, se escuchaba un canto triste, como de lamento, que venía de entre los magueyes.
“Era una voz bonita, sí, pero te helaba la sangre”, decía el abuelo mientras encendía un cigarro con manos temblorosas. “Nadie se atrevía a ir a verla, porque sabían que si te acercabas, algo malo te podía pasar”.
La joven se llamaba Xóchitl, una muchacha indígena que había vivido en el rancho muchos años antes de que el abuelo fuera niño. Mi abuelo decía que Xóchitl se enamoró de un joven del pueblo, un muchacho mestizo que era de buena familia. Se escapaban de noche para verse entre los magueyes, porque nadie los veía y ahí, al pie del cerro, la luna les alumbraba y los escondía a la vez. Pero, como suele pasar, alguien los descubrió.
La familia del muchacho no quiso que él siguiera con Xóchitl, pues pensaban que no era “buena para él”, que no era "de su nivel", ya saben cómo se decían esas cosas antes. Así que el joven, que era bien cobarde, dejó de ir a ver a la muchacha y la abandonó sin decir palabra. Xóchitl, con el corazón roto, se fue a los magueyes y se quedó ahí, cantando su tristeza, esperando que él volviera.
Una noche, la gente del pueblo escuchó su canto más fuerte que nunca, como si el viento trajera su dolor hasta las casas de adobe y los hiciera temblar. “Esa voz te rasgaba el alma”, decía mi abuelo. Cuentan que al día siguiente encontraron el cuerpo de Xóchitl tirado entre los magueyes, con la boca abierta y los ojos mirando al cielo, como si hubiera querido arrancarse el corazón de tanto llorar. Murió de tristeza, dijeron, pero la cosa no acabó ahí.
Porque desde entonces, las noches que había luna llena, decían que podías escuchar su canto, el mismo que entonaba cuando esperaba a su amor. Y era mejor no acercarse, porque si ibas hacia donde venía el canto, la cosa se ponía fea.
“Te jalaba la muerte”, decía el abuelo, y escupía al suelo como si estuviera sacando un mal sabor de la boca.
Un primo del abuelo, que le decían “El Chivo”, fue uno de esos que no creyó en el cuento y una noche, borracho como era costumbre, decidió ir con un par de amigos a buscar a la muchacha que cantaba entre los magueyes. “Si tanto le duele la vida, pues le echamos unos tragos pa’ que olvide”, dijeron riéndose, creyendo que solo era una leyenda para espantar a los chamacos.
Caminaron por el campo, tropezando con los matorrales y con las espinas de los magueyes que les rasgaban la piel. Pero el canto... ese canto se escuchaba más y más fuerte. Decían que a medida que se acercaban, la voz de la muchacha se hacía más nítida, más clara, como si los estuviera llamando por su nombre. Y a lo lejos, a la luz de la luna, vieron una figura de blanco, con el cabello largo y suelto, cantando suavemente, como quien arrulla a un niño.
“El Chivo” y sus amigos se acercaron riéndose y gritándole a la muchacha, pero de repente, se dieron cuenta de algo: la figura no tenía cara. Donde deberían estar sus ojos y su boca, solo había una sombra, un vacío que parecía tragarse la luz. De repente, el canto se volvió un chillido agudo, como un lamento de todos los muertos del mundo. La figura se giró hacia ellos y comenzó a avanzar, y cuando dio un paso, los magueyes parecieron abrirse para dejarla pasar.
“Corrieron como nunca, pero El Chivo no fue lo suficientemente rápido”, contaba el abuelo con voz baja, casi como un susurro. “Dicen que cuando cayó al suelo, lo vieron... que la figura lo alcanzó y le susurró algo al oído, y de ahí se quedó callado pa’ siempre”.
El Chivo apareció al día siguiente en el pueblo, con el cabello todo cano y los ojos perdidos. Nunca volvió a hablar ni a reír, y cada vez que se escuchaba el canto de la muchacha, él se ponía a temblar y a llorar como un niño.
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